… Las sopeso, aprecio su consistencia y me dispongo a devorarlas. Sólo me detiene ese líquido negro y hediondo que se escapa de ellas. ¡Esta hombre, cuyas entrañas saboreo entre mis garras, defecó entre mis dedos! Aquel sobre quien cargué con todo mi peso, a quien abrí en canal, no puede evitar fijar la mirada en mi a pesar de que el ansia por luchar le ha abandonado. Su ridículo sable pende inerte, no lejos de su arcabuz roto. Un despojo viscoso, con una forma apenas reconocible, se desliza hasta el suelo de cenizas e impregna sus capas de tierra.
La tempestad que sacudió la bóveda infernal durante la tarde se disipó, ofreciéndonos la visión de esta pequeña tropa, este miserable contingente de mortales. Dispararon una vez, sus balas reventaron mi piel y entraron en mi carne. Necesité la ayuda de varios condenados de la pereza para poder levantarme. Sin embargo, el hierro de su coraza no le sirvió de protección: mis garras trincharon ese material, del mismo modo que lo hicieron con sus huesos y sus músculos. Mi pequeño cobaya bramó y escupió un poco de sangre. Roja, espesa, que impregnó la alfombra de cenizas. Suspiro, reclino mi gran cabeza y le sonrío. Como si hubiera querido excusarme… ¡Menuda idea! Introduzco mi otra mano más al fondo, traspasando sus bronquios hasta llegar a su corazón, el cual arranco de un tirón. La pequeña masa ya no late sobre la palma de mi mano: se deshincha y libera el líquido que contenía.
Los disparos me sacan de mis observaciones.
Los otros arcabuceros se atrincheraron en la cima de un pequeño cerro. Este pequeño contingente se aventuró muy lejos de la Laguna Estigia ¡Les estoy muy agradecido! Mientras estudiaba sus movimientos, reclutaba a condenados de todas partes. Me enorgullezco al verlos: los Condenados de la Ira enervados y dañinos, y los de la Pereza fofos y lentos. Igual que una ola que no conoce el dolor, los condenados avanzaron, recibiendo el plomo que lanzan los mortales. Esos mismos a los que domina el pánico, abandonan sus municiones y las mechas de sus arcabuces.
Lástima. Un condenado, más veloz que el resto de sus compañeros, cae sobre su presa. Con la sierra que le hace las veces de brazo le secciona una pierna, que cae demasiado lejos para que yo pueda verla… La ceniza se levanta en nubes, y a través de ella sólo puedo adivinar el desarrollo de los acontecimientos: un puñado de estos tardones perezosos, como si fueran una masa uniforme y viscosa de carne, recubren a otro soldado, lo asfixian y le golpean hasta que estalla su caja torácica. Estaría bien reagruparlos, dar un centro común a esta obra de matanzas, sobretodo porque mi arcabucero ya ha entregado su alma a quien correspondía. En la Laguna Estigia no se guardará el secreto. ¡No se dirá que me volqué en la carnicería por el mero placer de participar! Pero ya es demasiado tarde: los que luchan bajo mi estandarte ya se encargan de ello.
Continuará…
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